Por Marlo Brito.
Los acontecimientos en Venezuela nos perturba a unos más a otros menos, pero para nadie nos es indiferente y menos para las y los escritores en el mundo entero. Llamó la atención y conmovió un tuitter de la revista Casapaís, que decidió publicar a los autores llaneros con pseudónimo, porque “Revelar sus nombres es una sentencia de cárcel y muerte”.
Venezuela siempre se ha caracterizado por producir buena literatura y buenos ensayos, sin que las orientaciones políticas les hagan mella, porque estaban en primer lugar la belleza y el rigor, cualquiera sea el caso, incluso en aquellas épocas en que izquierda y derecha tenían todo el sentido del mundo. Lo mismo se debía leer a Uslar Pietri y a Ludovico Silva; a Otero Silva y a Aquiles Nazoa. Había que leer a Teresa de la Parra, por supuesto, y, como en mi caso, a Luis Britto García. Porque más allá de ciertas orillas ideológicas, había que navegar en la turbulencia de los ríos, en sus caudales más profundos.
Ya me imagino a Ludovico Silva reflexionando sobre estas elecciones y “mandando al carajo” a ese grupo de mafiosos y malandros en el poder: “América no ha conocido más dignidad que sus armas. Nuestros dioses han sido nuestros amos y han persistido en nuestra memoria más allá de todas las vicisitudes. Cada realidad nacional conoce sus difuntos. Los hombres que fueron dejados a la orilla de los ríos, masacrados, han emergido de distancias ignotas para seguir diciéndonos que la lucha no ha terminado. Doña Bárbara, Las Lanzas Coloradas, nos muestran lo que subsiste de la Venezuela profunda. Los Maisanta de Andrés Eloy Blanco y de José León Tapia nos legan una historia de grandes dolores. Sencillamente había que inventar o errar, como lo dijo Simón Rodríguez”.
Estas reflexiones las hizo Ludovico, sabiendo que “Venezuela se había sublevado contra el caudillismo”, y esa frase es premonitoria y fantástica para los tiempos actuales, porque, como le gustaba decir, “Allí estaba la Venezuela incipiente dispuesta a filosofar”. Como si de una broma se tratase, las citas son extraídas de su libro “Marx y la alienación”.
Desde la otra orilla, por su parte, Arturo Uslar Pietri sentencia con furia: “Abajo hay miedo, sufrimiento y muerte. Hay guerra. Y todo parece ser tan normal que podríamos olvidarlo. Así es nuestro mundo. Todo parece ser normal, a pesar de que se están cometiendo crímenes todos los días, en grande o pequeña escala, junto a nosotros, en medio de nosotros o por medio de nosotros.” Eso decía en los años 80, en su diario de viajes “El globo de colores” y resulta tan vívido para este día, para estas horas oscuras de la amada Venezuela.
Justamente en aquellos años, 20 de agosto de1980, viajé con mi madre a Caracas. Mi padre había muerto en un trágico accidente en Quito y pagar unas deudas era la urgencia. Un bolívar valía 7, 8, quizá 10 sucres, con la ventaja de que se podía migrar sin mucho riesgo. Allí hice mis primeros amigos de adolescencia y conocí a un viejo anarquista catalán, mi primer jefe en el Club Catalá, cuando recién cumplía 18 años. Me apena haber olvidado su nombre.
Viví en un barrio pobre, pobrísimo diría, donde eran comunes las casas de cartón. En todo Guarataro -así se llama todavía el barrio- yo era el único bachiller, pues los jóvenes de mi edad no terminaron nunca la escuela. Muchos de ellos eran “malandros” de poca monta, asaltantes del descuido, sobrevivientes. Pero había un joven que destacó en esas malas artes: secuestraba camiones de comida y los llevaba al Guarataro. Allí todas las familias salían a recibir su parte y, por supuesto, cuidaban como podían a su “muchacho”, hasta que uno de esos amaneceres, cuando salí a trabajar, pude ver unas huellas de manos pintadas con sangre en las paredes blancas. En la noche supe que eran de él, lo habían dado cacería los agentes de la guardia nacional. Le lloraron las mujeres, los jóvenes le querían imitar y las abuelas lo consideraban un santo.
Recuerdo que al final de la jornada laboral, me gustaba sentarme un par de horas a leer en el boulevard de San Agustín, un centro comercial modesto, pero lleno de puestos de libros y revistas, o en la biblioteca pública de Caracas, al final de la avenida Panteón. En esa biblioteca conocí a Jorge Luis Borges y a Julio Cortázar, en medio de la salsa purísima de Héctor Lavoe, Willie Colón y Rubén Blades.
En San Agustín un librero me permitía leer gratis la prensa del día y especialmente los semanarios y revistas. Nos hicimos amigos y un día, al regreso de mi trabajo de jardinero en Palo Grande, Chacao y Chacaíto, me senté en su kiosko y descubrí una joya: Abrapalabra, de Luis Britto García, “una suerte de Rayuela venezolana, de tablero donde el lenguaje tiene su dominio: novela abierta, parodia de lenguajes que aun no ha sido evaluada en su justa dimensión…”, tal como opina Gabriel Jiménez Emán (ALAI, América Latina en movimiento. 20-10-2020).
En sus páginas encontré una canción de cuna que años más tarde cantaba a mis hijos, sobre el país de los chiquitos: “…dónde está donde se encuentra, que allá nadie grande entra; dónde queda ese país, en un grano de maíz…”. Y volviendo los ojos a la situación actual, trágica, dolorosa, inapelablemente cruel, así es como termina la canción de cuna, si preguntamos dónde queda ese país llamado Venezuela: “Quedará en este cuaderno? / Queda al lado del infierno”.
Britto García adhiere al régimen de Maduro. Pero sus propias obras le contradicen. Y le contradicen las novísimas voces que han surgido a raíz de la diáspora, como las de Keila Vall de la Ville (Ana no duerme), Karina Sainz Borgo (El tercer país), Victoria De Stefano (Lluvia), Yolanda Pantín (El hueso pélvico), Ana Teresa Torres (La escribana del viento), Gisela Kozak (Todas las lunas), María Elena Morán (Volver a cuándo), Vaitière Alejandra Rojas (Algo habla con mi voz), escritoras sustantivas para observar la situación actual y sentir el pulso venezolano más profundo.
El texto original se publicó en https://www.planv.com.ec/historias/culturas/escritores-la-carcel-y-la-muerte-venezuela